Durante el fin de semana, los Juegos Olímpicos de 2016 se
inauguraron en Rio sin incidentes mayores. Esto parece casi un milagro después
de semanas de informes desalentadores sobre construcciones de mala calidad,
fuerzas de seguridad mal preparadas y congestiones de tráfico monumentales.
Está por verse si deportistas, visitantes y residentes locales pueden pasar las
próximas dos semanas sin una catástrofe.
No se suponía que iba a ser así. Cuando en 2009 Rio ganó el derecho a ser la
ciudad anfitriona de estos Juegos tampoco se contemplaba que Brasil se vería
como se ve hoy, con un déficit presupuestario equivalente a 8% del Producto
Interno Bruto, una inflación cercana a 10%, dos años de contracción económica y
un pozo negro de escándalos de corrupción.
En 2009, Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores, llevaba
más de seis años al frente del país y era una especie de estrella mundial del
rock. Su retórica denigraba el liberalismo económico de los años 90 mientras
promovía una nueva y mejorada marca de socialismo con un toque de samba.
Buena parte de la región compró la versión 2.0 de Estado grande que vendió Lula
da Silva. Las preocupaciones sobre el regreso del populismo latinoamericano de
corte izquierdista y su potencial amenaza al espíritu empresarial y al
crecimiento económico fueron respondidas con afirmaciones de que esta vez sería
diferente.
Lula da Silva era un hombre de izquierda, pero no era Hugo Chávez, explicaba la
creencia popular. Una portada de 2009 de la revista The Economist tenía el
título de Brasil despega. El artículo citaba una proyección de la consultora
PwC que decía que para 2025 São Paulo sería la quinta ciudad más rica del
mundo. En su mayoría los expertos estuvieron de acuerdo: Brasil estaba en
camino de asumir el lugar que le correspondía como una superpotencia económica
global.
En 2011, después de dos mandatos, Lula da Silva dejó la presidencia, que quedó
en manos de su sucesora Dilma Rousseff, también del PT. Se suponía que los
Juegos Olímpicos de 2016 habrían de mostrar el paraíso socialista que habían
cultivado: una utopía urbana que mezclaba vivienda asequible, grandes empresas
industriales nacionales y redes ordenadas de transporte público para
proporcionar una experiencia de vida tranquila y ambientalmente certificada.
En lugar de eso, apenas semanas antes de la inauguración los lavamanos se
desprendían de las paredes en la Villa Olímpica. La delegación de Australia
abandonó el lugar luego de haber encontrado, entre otras cosas, cables
eléctricos expuestos cerca de charcos de agua.
La Bahía de Guanabara, donde se llevan a cabo las competencias de natación al
aire libre y náutica, es un gigantesco cultivo de bacterias. Una nueva línea de
metro que se suponía llevaría a los visitantes a los Juegos termina casi 13
kilómetros antes del destino final prometido.
La empresa de seguridad que fue contratada para requisar a los espectadores fue
despedida hace 10 días por no cumplir con el contrato. Los organizadores
pasaron apuros la semana para contratar y capacitar un equipo de reemplazo.
El mundo parece anonadado. No debería estarlo. Rio es un microcosmos del Brasil
de Lula, donde la burocracia dirige las cosas de arriba abajo y los seres
humanos son algo que se considera por añadidura. Lo único que falta en la
analogía de Rio, hasta ahora, es la corrupción que floreció a nivel federal
durante los 14 años de gobierno del PT.
Los políticos de Brasil aspiran a la grandeza del primer mundo pero insisten en
preservar instituciones del tercer mundo. No es porque no entiendan la eficacia
de las instituciones independientes y los pesos y contrapesos. Es precisamente
porque la entienden.
El presidente Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia
Brasileña, fue una excepción a la regla. Durante su mandato de ocho años antes
de Lula da Silva, Brasil descubrió la estabilidad macroeconómica usando
políticas responsables del banco central, un tipo de cambio flotante y la meta
de superávits fiscales. El banco central adoptó una mayor transparencia,
previsibilidad y una meta de inflación, lo que generó confianza entre los
mercados. El banco central también asumió un papel de supervisor de los bancos
estatales para evitar el exceso de financiación del Estado o sus compinches.
Durante el gobierno de Lula da Silva y luego en el de Rousseff —quien ganó las
elecciones en 2010 y 2014— el compromiso con la disciplina fiscal se erosionó
gradualmente. La estatal Caixa Econômica Federal y el Banco Nacional de
Desarrollo Económico y Social (BNDES) expandieron rápidamente el crédito. Esto
era arriesgado y tenía el potencial de aumentar la inflación, pero el banco
central ignoró el problema.
Mientras Lula da Silva y luego Rousseff promovían Brasil como un país de clase
mundial, hicieron poco por reducir la carga del gobierno sobre los
emprendedores. La clasificación del Banco Mundial de 2016 sobre la facilidad de
hacer negocios en 189 países coloca a Brasil en el puesto 174 en la categoría
de "apertura de una empresa", 169 en la de "obtención de
permisos de construcción", 130 en "registro de la propiedad",
178 en el "pago de impuestos" y 145 en "comercio
transfronterizo". Esto no suena a superpotencia.
A finales de julio, Lula da Silva fue acusado por un tribunal federal de Brasil
de obstrucción a la justicia en una investigación de corrupción. Rousseff
enfrenta un juicio político de destitución por maquillar las cuentas del
gobierno y actualmente está bajo el enjuiciamiento del Senado. Si el fraude
político por llevar a una nación a la ruina fuera un delito, los dos ya habrían
sido condenados.
Escriba a O'Grady@wsj.com
(La presidenta Dilma Rousseff, durante un discurso en mayo, junto con el ex
mandatario Luiz Inácio Lula da Silva. PHOTO: ZUMA PRESS) - Por MARY ANASTASIA
O'GRADY - 07/08/2016
-./lat.wsj.com/articles/SB10567924150949054683404582237930684539446?tesla=y
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